viernes, 26 de septiembre de 2008

“LA TREGUA”, UN RETORNO AL NIHILISMO FEBRIL DEL SILENCIO

“Si, antaño, frente a un muerto me preguntaba:
« ¿De qué le sirvió nacer?», hoy me pregunto
lo mismo ante cualquiera que esté vivo”.
(EMIL CIORAN)


Si bien es cierto, la obra narrativa de Mario Benedetti (Uruguay, 1920) se mantiene vigente hasta nuestros días y es una de las obras más concretas con respecto a ese semblante de reflexión y vigor social que, por diferentes situaciones que él vivió en carne propia, representan y engrandecen su magnitud de escritor comprometido, tanto con la búsqueda de un lenguaje propio y la representación semiótica de la historia Latinoamérica; es en “La tregua” (1960) donde se percibe un mayor grado de alejamiento con este rictus muy afianzado en la mayor parte de su producción literaria, entrando de manera compleja y hasta eufemista en el desarrollo de un romanticismo débil, quizá mezquino si tomamos en cuenta las diversas etapas en la evolución de la historia de la novela. Esta es una obra para criticar, más que para tomar en cuenta en su aspecto lingüístico o metatextual.


Desde un inicio encontramos podredumbre, abandono, absorción (adecuándonos a una concepción más metafísica). Los personajes centrales son seres aquiescentes con respecto a la mutación existencial que sufren; el mismo Martín Santomé, que es quien nos narra la historia, es un hombre caracterizado por su falta de equilibrio, capaz de aceptar lo que venga luego de la muerte de su primera esposa. “Un hombre puede sentirse tan completamente frustrado que no busca ningún tipo de satisfacción, solo distracción y olvido. Se convierte entonces en un devoto del «placer». Es decir, pretende hacer soportable la vida volviéndose menos vivo”, es lo que nos dice Bertrand Russell y es a lo que atina Santomé, además padre de tres hijos, los cuales, como él mismo lo acepta: “Ninguno de mis hijos se parece a mí. En primer lugar, todos tienen más energías que yo”. Vitalismo inútil este último, ya que como veremos a lo largo de la obra, los hijos, al ser diferentes, construyen también un universo continuo de frustraciones y negaciones; la homosexualidad de uno, la avaricia y la mezquindad del otro, frente a la sinceridad tediosa de la hija mujer confluyen en un siniestro preámbulo de arcaísmos vivenciales, en donde la incomunicación y la despersonalización son los elementos que van dando forma a un medio distante, ausente de cualquier rastro de sensatez u orden. Estamos ante el espectacular recuerdo de la caída original; el paraíso no existe; el tiempo se acaba y a nuestro narrador no le queda otra cosa que esperar, pero qué: “¿Sabés lo que te pasa? Que no vas a ninguna parte”, le dirá uno de sus alter ego representado en la imagen de un borracho de la calle.


Claro, posteriormente aparecerá Laura Avellaneda, incierta en su juventud abrasadora y su silencio compasivo. Ella, supuestamente, le dará un giro a la historia, sin embargo, quizá a propósito, el narrador nos irá embaucando en una especie de salvación que él no espera pero que tampoco niega, y es que talvez es comprensible lo dicho por Cioran: “Cuando uno ha agotado el interés que tenía por la muerte, y da por concluido el asunto, retrocede hasta el nacimiento, y se dispone a afrontar un abismo, también inagotable...”. El abismo de Santomé es la esperanza que ha perdido o que no infiere, pues muy pronto la muerte se presentará, como siempre, ya no perturbando su sensibilidad de amante o de ser consciente, sino dándole a entender que está “solo como un héroe, pero sin ninguna razón para sentir coraje”, o permitiéndole afirmar: “Ahora estoy otra vez metido en mi destino”. ¿Qué es el destino? ¿Cuál es el destino del protagonista?


La negación de sí mismo es lo que corroe la historia desde un principio, estamos ante un hombre sin fuerzas, sin esperanzas como diría Sastre. Novela por de más avasallante, meticulosamente ordenada para crear una especie de extravío, el lector tiene que estar atento con todos sus sentidos si no quiere llegar a la última página sintiendo, como muchos, una honda tristeza porque la soledad de Santomé es la nuestra. No. Esta es, como ya dije, una novela para crititcar, para reflexionar acerca de todos los condicionamientos antropológicos y ontológicos que el hombre latinoamericano actual desarrolla de manera vulgar. La pereza mental, la inacción, la mentira, la hipocresía existencial y muchos otros atributos del desarraigo son propios de nuestras generaciones. Quizá el propósito de Benedetti era ese: el enmascarar una presencia compleja en las falsas ruecas de un sentimentalismo absurdo, pero que, en el fondo, vislumbraba con mucha más pasión la crítica a una sociedad cada vez más cosificada y antiética, propósito que nosotros como lectores vivos tenemos la obligación de generar por medio de la acción y la noción del cambio.

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